Nuestra colaboradora anónima compartió su experiencia sobre cómo fue tomar la decisión de abortar a sus veintitantos años, siendo estudiante universitaria y nacida bajo el seno de una familia evangélica. Entre el estrés, el miedo y la incertidumbre “fui afortunada porque conté con apoyo que me ayudó a mantenerme a flote. Pero aún más importante lo soy porque estoy viva para contarles esto“.
Por Colaboradora Brava
La presión en mi familia sobre no quedar embarazada siendo adolescente era fuerte. Nací y fui criada en un hogar bajo la doctrina cristiana. Todo lo que se hiciera fuera del matrimonio era un pecado. Mi “tío” era un importante pastor en el mundo evángelico y referente nacional. Por lo que abortar no fue fácil.
Crecí en esta burbuja religiosa donde se imponían creencias irrebatibles. Colmado de prejuicios e ideas arcaicas como que el único destino de las mujeres es ser dueñas de casa y madres. Si bien, podías formarte profesionalmente, lo más importante era estar casada a cierta edad y formar una familia. O si no, el círculo evangélico comenzaba a opinar a tus espaldas. Ni hablar si tenías una relación con alguien que no pertenecía a esta religión o un hijo fuera del matrimonio, para ellos te convertías inmediatamente en la peor persona del mundo.
Mi madre cometió este último “error”. A sus 20 años y con una relación que nunca tuvo futuro, quedó embarazada de mi hermana. Fue juzgada por mi abuela y apuntada por todo su entorno. Ocho años después, la suerte no parecía estar de su parte. Nuevamente y de la misma relación sin futuro, quedó embarazada de quien escribe este relato. Si bien, estuvo a punto de abortar, pues no quería enfrentarse a la furia de mi abuela nuevamente, una mujer conocida por su carácter y devoción hacia la iglesia, optó por enfrentar la situación y tenerme. A pesar de que pasó al menos seis meses escondiendo su embarazo, quién sabe cómo.
Y como suele suceder en las familias, la historia se volvió a repetir. Mi hermana mientras cursaba tercero medio, quedó embarazada a los 16. Todos los planes que tenía en mente se pausaron. Mi abuela, por su lado, le quitó la palabra, a pesar de que era su nieta favorita. No entendía muy bien que sucedía ya que estaba muy emocionada a mi corta edad de convertirme en tía. Para mi los bebés no tenían una connotación negativa. Años después me enteré que mi mamá le ofreció a mi hermana la posibilidad de abortar pues sabía que mi abuela y su religión era algo de temer. Sin embargo, al igual que mi madre, decidió tenerlo.
Después de toda esta historia familiar, no es extraño pensar que fui la más introvertida de mi familia. Dí mi primer beso a los 13 , tuve sexo por primera vez a los 18 y a los 21 tuve mi primera relación amorosa, porque mientras todas mis compañeras vivían estas experiencias yo recién estaba aprendiendo a amarme a mí misma.
Me convertí en la “niña perfecta”, capaz de cumplir todos los objetivos que alguna vez se propuso. Y como no, si tenía 21 y no había quedado embarazada. Era casi como romper una maldición que perseguía a mis antecesoras y de la cual pude librarme. Iba en tercer año de universidad sin haber tenido ni siquiera un susto. Tal era la confianza que se tenía en mí, que mi mamá cada vez que le decía que tenía algo importante que decirle me molestaba respondiendo “estás embarazada?”. No obstante, para mi desgracia, un día se hizo realidad.
Llevaba dos meses de relación con un hombre que hasta ese momento era “mi sueño”. Nos conocimos en aquel rememorado mayo feminista, en la toma de mi universidad y comenzamos a pololear tres meses después. Al momento de tener sexo nunca nos cuidamos. Nuestras soluciones siempre eran con un “andate afuera” o “tranqui mi nivel de fertilidad es muy bajo, puedes irte adentro tranquilamente”. No utilizaba ningún método anticonceptivo así que era una crónica de una muerte anunciada.
Nunca sospeché de mi embarazo. A pesar de tener un atraso de una semana, eso era algo bastante normal en mí pues nunca tuve un ciclo regular. Mi prima puso alertas rojas. Le comenté lo mucho que me dolían mis pechos y ella me respondió con un “cuidado, porque cuando yo quedé embarazada también tenía dolores en los pechos”. Esa fue una frase que hasta el día de hoy tengo grabada en mi memoria. Ese fue el momento exacto en el que mi camino comenzó a ir cuesta arriba por el hecho de abortar.
Era miércoles. Tenía que ir a la universidad y posteriormente al trabajo. De casualidad tenía un test de embarazo guardado entre mis cosas. Abrí el paquete, me senté e hice pipí. Apareció de inmediato la primera raya pero no la segunda con la misma nitidez. Me duché y dejé el test hacia abajo en el lavamanos para ver si cambiaba el resultado. Cuando salí decidí mirar por última vez. La segunda rayita estaba casi imperceptible haciendo burlas. Estaba embarazada. y tendría que abortar.
Desde un principio supe que iba a abortar. Independiente de lo que mi pareja opinara, ya había tomado la decisión. Si bien, el test casero marcaba ambas rayitas, necesitaba que un test de sangre lo confirmara. Así que saqué hora para el día viernes en la clínica que siempre me atendía. Nerviosa, fui ese día al centro médico. Deseaba que todo fuera una mentira, una broma de mal gusto.
Entré a la consulta con un nudo en el pecho. Le comenté la situación al ginecólogo, él respondió rápidamente con un “es imposible un falso positivo, quizá un falso negativo pero nunca un positivo y con los síntomas que tienes, estás embarazada”. Me puse a llorar enseguida. Estaba en blanco. No podía ser cierto. Finalmente, sólo recuerdo que el ginecólogo me miró y pronunció un “no te sientas culpable si tienes una pérdida, estás en los primeros meses y eso puede ser completamente normal”, mientras tenía en mis manos la receta para comprar vitaminas y la primera ecografía, sabiendo que debía abortar.
Con lágrimas en los ojos y casi con ataque de pánico, llamé a mi amiga tras salir de la clínica para contarle la noticia. Luego, a mi mamá. Finalmente, a quien entonces era mi pololo. Sólo sentía lástima por mí. Incluso, me reprochó por la forma en como se lo conté.
Así es como comenzó la travesía. Una compañera de mi amiga había tenido que abortar hace poco tiempo, por lo que me dió el contacto para comprar misotrol. Una de las exigencias de quien me iba a entregar el medicamento, era que debía realizarme una ecografía para descartar un embarazo ectópico. Personalmente ese procedimiento era algo que no quería hacer. En un principio, me pareció buena idea que mi pololo me acompañara en ese momento. Sin embargo, la actitud que había tomado en todo esto, me estaba asfixiando. “¿Cómo estás? ¿Estás bien? ¿Te sientes tranquila?”, eran mensajes que me enviaba todos los días y que no necesitaba en mi cotidianidad. Sólo necesitaba contención y mientras los días pasaban, más me convencía de que él no iba a entregarmela.
Días antes de realizarme la ecografía, tuve una caída bastante fuerte mientras peleaba con mi pololo. Una mujer que me vió en el suelo llorando de frustración y con las rodillas sangrando, me levantó y me llevó en su auto hasta la puerta de mi casa -algo de lo que estoy demasiado agradecida-. Es por eso que tras ese incidente, mientras estaba en la sala de la ecografía, me desnudé y me puse la típica bata que te deja el trasero descubierto. Cuando me saqué los calzones, me percaté que estaban manchados con sangre. Me asusté y pasaron mil imágenes por mi cabeza.
El doctor me dijo que no exagerara, que eso no significaba nada. Callada me dirigí al asiento de la consulta. Me indicaron como tenía que sentarme. Debido a que tenía tan pocas semanas, la ecografía sería intravaginal. Con las piernas abiertas y sin tacto alguno, el doctor insertó el dispositivo. En una pantalla que estaba frente a mi rostro, apareció el feto. Unos minutos después se escucharon sus latidos. Me sentí ignorada y poca cosa debido al poco tacto que el personal médico tuvo conmigo. Sólo veía la pantalla mientras el doctor le decía cosas que no entendía a la asistente para que anotara en el computador. El único momento en el que se dirigió a mí fue para decirme que era un buen embarazo y que el embrión estaba firme así que sería un embarazo sin problemas.
Es así como aborté un 5 de diciembre del 2018. Junto al apoyo y preocupación de mi madre a distancia como de mi amiga que se mantuvo a mi lado en todo momento. Ya sea tomándome la mano, consolándome con cada contracción que venía, pendiente de que tomara agua para no deshidratarme por los vómitos y entregandome cariño mientras yo entre lágrimas pedía que todo acabara pronto. Todo el proceso duró cinco horas aproximadamente. Cuando tuve la certeza de que ya no estaba embarazada, un peso se levantó de mis hombros y respiré tranquilamente después de dos meses.
Tuve suerte de contar con un circulo pequeño de apoyo que me ayudó a sobrellevar los meses que siguieron al aborto, en donde me sentía mal conmigo por haberlo hecho ya que si bien la decisión estaba tomada, nunca ha sido fácil. Menos en un país en donde este procedimiento es considerado un crimen y la manera más económica de realizarlo es en tu casa sin apoyo médico.
Sí, fui afortunada porque conté con apoyo que me ayudó a mantenerme a flote. Pero aún más importante lo soy porque estoy viva para contarles esto.